La acción de mi relato se sitúa en la ciudad de Ginebra (actual Suiza), a mediados del siglo XVI. Es una historia ficticia que publiqué en el número 23/24 de la revista literaria Baquiana, de Miami (Estados Unidos) y que hoy -10 de octubre de 2010 (10 del 10 del 10)- conviene releer. Espero que te guste ;·)
- ¿Por qué guardas estas llaves debajo de la almohada?
Bruno la miró extrañado, enseñando el par de llaves que había descubierto; no esperaba encontrar algo tan oxidado escondido en la cama del matrimonio, pero ella no le dio excesiva importancia, se limitó a encoger los hombros y a mirar el cuerpo del joven, desnudo sobre la cama.
- Que por qué... –No pudo terminar la frase.
- Déjalas ahí Bruno –respondió– Son cosas de mi marido. No las toques.
- Como quieras, amore, pero ¿qué hace con unas llaves de hierro debajo de su almohada?
Isabelle continuó mirando el cuerpo del lombardo sin comprender muy bien a qué venía tanta curiosidad.
- ¡Isabelle! Te estoy hablando...
- Lo sé, Bruno; ya te oí la primera vez –le contestó– Sólo son dos viejas llaves del taller que tuvimos hace años junto al lago. Nada más.
- ¿Y duerme así cada noche?
- ¡Bruno! –Se le agotaba la paciencia– Son cosas de mi marido. ¿De acuerdo?
- ¡Capito! –El joven no esperaba aquella reacción de Isabelle y no supo ocultar su enfado. Se incorporó en la cama y buscó la ropa para vestirse.
- Está bien... –claudicó, temerosa de disgustar al joven por culpa de unas llaves herrumbrosas que tampoco significaban nada para ella– Pero te vas a sentir defraudado...
- Da igual... ¿Por qué?
- Martín está convencido de que san Pedro le ayudará a encontrar la idea para algún invento, algo prodigioso, como él dice, si apoya la cabeza sobre las llaves.
Bruno estaba entusiasmado.
- ¿Al-go-pro-di-gio-so? –repitió con respeto, como si invocara al santo al pronunciar cada palabra– ¿Y qué espera inventar tu esposo? –preguntó bajando la voz.
- ¡Ay, Bruno! ¿Es necesario que tengamos ahora tanta charla? –El lombardo volvió a sentirse ofendido y, de nuevo, le dio la espalda en la cama. Cuando se enfadaba de aquel modo, Isabelle tenía que reprimir las ganas de rodearlo con los brazos y comerle entero a besos– ¡Bruno, no te enfades! Es que no me parece que sea el momento más adecuado para comentar las manías de mi marido. ¿No crees? –y lo besó con suavidad en la nuca.
- Bien, pero...
El portazo retumbó en toda la casa como sonaba cuando llegaba...
- ¡Mi marido!
- ¡Porca miseria! ¿No dijiste que nunca llegaba antes del mediodía?
- Estoy tan extrañada como tú.
- ¿Y qué hago? ¡Santa Madonna! ¡Isabelle, estoy desnuto en la tua alcoba! –gritó gesticulando con las manos.
- ¡Pues métete debajo de la cama!
- ¿Así?
Isabelle lo miró con irritación.
- Puedes vestirte tranquilamente y darle a mi marido explicaciones con el jubón a medio poner o esconderte ahora mismo debajo de la cama. Tú eliges –Ante su sorpresa, Bruno aún tuvo un momento de indecisión para plantearse cuál era la opción más adecuada– ¡Vamos, alma cándida!
El lombardo recogió su ropa a toda prisa formando un hatillo desordenado que escondió, a su lado, bajo la cama del matrimonio. Martín subió la escalera a grandes zancadas, abriendo de golpe la puerta del dormitorio; Isabelle sólo tuvo tiempo de disimular la inconveniencia de la escena fingiendo algo de tos.
- ¿Cariño? ¿Cómo es que aún permaneces acostada?
- ¡Ay, Martín! –tosió– No creas que me encuentro nada bien.
- ¡Cómo lo lamento, querida! ¿Quieres que Frau Helga te prepare algo? ¿Una tisana? ¿Un consomé?
- No, Martín. No te preocupes –volvió a toser– Creo que anoche cogí algo de frío en casa de tus padres; pero con un día en la cama, arropada y tranquila, seguro que mañana me encontraré mucho mejor. ¿Y tú? ¿Cómo no estás en el taller? –mientras su mujer le mentía con la farsa del resfriado, su esposo no paró de dar vueltas entorno a la cama– Por lo que más quieras, Martín, me levantas dolor de cabeza; deja de dar vueltas por la alcoba.
- Lo siento, cariño. Es que... Ha ocurrido algo maravilloso. ¡Algo que sólo puedo adjudicar a la intervención del propio san Pedro!
- ¿A qué te refieres?
- ¡Y te reías de las llaves de mi almohada!
- Martín, ¿quieres decirme qué ha ocurrido?
- Esta mañana fui a casa de Herr Hoffman, el mercader de paños...
- Sí, lo conozco; su mujer canta en el coro de La Chapelle. Desafina, pero como su familia tiene tanto dinero se lo consienten. Pobre mojigata, si ella supiera que su hijo...
- ¡Isabelle! –le recriminó su marido.
- Bien, lo siento. No seas tan suspicaz. ¿Qué te dijo Herr Hoffman?
- Que un cerrajero de Núremberg ha inventado un pequeño muelle que sustituye a las pesas como fuente de energía de los relojes. ¿Sabes lo que esto supone?
- Con franqueza: no –y fue sincera– Pero imagino que será importante.
- Es... es... –su marido no encontraba las palabras adecuadas– ¡Un auténtico milagro!
- ¡Martín! –le riñó Isabelle, bromeando– Luego dices que modere mi lenguaje y tú hablas de milagros tan a la ligera. ¿Quieres arder en una pira acusado de herejía por los calvinistas?
- ¡Uy, déjate de bromas! ¿Sabes lo que vamos a poder fabricar con ese muelle? –ella lo negó con la cabeza– ¡Relojes de bolsillo...!
- ¿Relojes de bolsillo? –repitió sin comprenderle.
- Sí –Martín estaba exultante– ¿Te imaginas? Se acabaron los relojes de arena y los pesados mecanismos de contrapesas... ¡Ya no tendré que cerrar el taller!
Isabelle escuchó aquello e, inmediatamente, se incorporó en la cama como accionada por un resorte:
- ¿Cerrar el taller? ¿Has dicho algo de cerrar el taller? –Su marido había cometido una terrible indiscreción. Desde hacía meses, el pequeño taller de orfebrería atravesaba serias dificultades, por culpa de la situación religiosa que afectaba a todas las actividades comerciales de Ginebra. Había preferido no asustar a su mujer, pero se le escapó– ¿Cuándo pensabas decírmelo?
- Sí, bueno –reconoció– Esa era otra de las noticias que tenía pendiente –Y se golpeó la frente con la palma de la mano– ¡Qué cabeza tengo!
- ¿Y por qué van tan mal las cosas?
- Calvino ha prohibido que realicemos algunos trabajos en los talleres artesanos: cálices, cruces, instrumentos litúrgicos...
- Pero... ¡si vivimos precisamente de eso!– Isabelle estaba aterrada: si el taller dejaba de engarzar aquellas piezas, la clientela que llegaba a su pequeño establecimiento desde otros cantones, e incluso los que venían de Provenza, Saboya y Lombardía, se perderían irremediablemente –¿Y de qué vamos a vivir?– La sucesión de imágenes se hizo terriblemente nítida: despedir al servicio, vender la casa, mudarse con los suegros, perder a los amigos, las fiestas, la dote de su hija… Bruno...
- De los relojes de bolsillo –afirmó su marido con rotundidad.
- ¿De qué? –Isabelle no pudo disimular su tono de incredulidad.
- Confía en mi, cariño. Te aseguro que saldremos adelante si convenzo a mi padre para que el taller se especialice en esos pequeños relojes. Dentro de muy poco tiempo, toda Europa se acercará a nuestro local de Ginebra a comprarlos y –la besó en la frente– podrás seguir con tu vida, como siempre. Ya verás –le dijo lleno de confianza mientras caminaba hacia la puerta– saldremos adelante y, si todo resulta como tengo planeado, el próximo mes de mayo iremos a la feria de Fráncfort con los primeros modelos.
- ¿Te vas ya? –preguntó su mujer entre accesos de tos.
- Sí, ¿necesitabas algo? Iba a hablar con la niña de su joven prometido.
Isabelle volvió a perder el color.
- ¿Qué prometido?
- ¡Cómo! –se sorprendió– ¿No sabes nada?
- No sé de qué me hablas, Martín.
- Pensaba que entre madre e hija no guardaríais ese tipo de secretos, por eso no me extrañó enterarme por terceros.
- Te lo aseguro –y era sincera– No sé de qué me estás hablando. ¿A qué viene eso de que María tiene un pretendiente?
- Seguro que lo sabes desde hace tiempo –ella volvió a negarlo con la cabeza– Pero sé que lo haces con buena intención, para no dañar mi orgullo masculino. ¡Cómo sois las mujeres!
- ¡Martin!
- Está bien: desde hace varios meses, cuando el criado de Herr Hoffman acudía a su trabajo veía a un joven rondando nuestra casa –La expresión de Isabelle se convirtió en auténtico pavor– No te preocupes, cariño, no ocurre nada malo. Por lo visto, se trata de un comerciante de Lombardía llamado Bruno Sparza –ya sabes más que yo, pensó su mujer– que, al parecer, visita en secreto a nuestra hija desde hace más de cuatro meses –Martín se asustó al ver el rostro de su mujer completamente pálido– Cada vez estás peor. ¿Quieres que llame al doctor Gerard?
- Sí, será lo mejor. Ve a buscarlo. Creo que mientras tanto volveré a acostarme.
- No tardaré.
Cuando su esposo salió del dormitorio alejándose por el pasillo hacia las escaleras, Isabelle se aferró a la colcha con las dos manos, apretando con todas sus fuerzas hasta que sintió dolor en los nudillos.
- ¡Sal ahora mismo de ahí abajo! –le gritó a Bruno tan bajito que casi no pudo ni oirlo– Maldito lombardo. ¿Qué hay de cierto en lo que has escuchado?
Bruno fue saliendo de su escondite mientras se ajustaba el jubón y se ceñía las calzas.
- Todo tiene una explicación, madame.
- ¿Madame? ¿Hace un instante me besabas el cuello y ahora ya soy madame? ¿Qué será lo próximo que me llames: mamá?
- Aspeta, amore. Aguarda... Déjame que te explique: Un día me descubrió al salir de tu alcoba y... ¡Porca miseria! ¡Qué iba a decirle!
- Nada, claro, te limitaste a sonreír y –Bruno arqueó las cejas y sonrió– ¡Maldito sea tu encanto! Termina de vestirte y acaba con esta burda pantomima. No quiero volver a verte más por esta casa y mucho menos que te acerques a mi hija.
El joven acabó de ajustarse la ropa y, sin decir nada más, se acercó a la puerta para marcharse– Lo lamento, Isabelle –cuando se encontró de frente con Martín y su hija que entraban en el dormitorio. Durante unos segundos, un breve e incómodo momento, todos se miraron sin decir palabra.
- ¡Bruno, amore! –reaccionó la joven María abrazándolo con ternura– Papá, este es mi prometido: Bruno Sparza, de Bérgamo –eso tampoco lo sabía, pensó Isabelle.
- Es un placer conoceros, moinseur Cartier –lo saludó inclinando su cabeza con cortesía– Su esposa y su hija me han hablado maravillas de usted y de su magnífico trabajo en el taller de orfebrería. Le aseguro que en mi tierra sus delicadas piezas son muy apreciadas por la nobleza de Milán.
- ¡Ah, sí! –se sorprendió Martín, respondiendo al saludo con otra leve inclinación– En fin, yo también me alegro de conoceros, joven; aunque me sorprenda encontraros en mi propia alcoba.
- Fui yo, papá –intervino María– Mamá y yo queríamos darte una sorpresa.
- Y lo habéis logrado, creedme. Y tú, Isabelle –señaló a su mujer que, desde la cama, seguía la escena con incredulidad– Lo sabías todo y aún así has conseguido mantener en secreto la relación de nuestra hija con este joven. Nunca dejarás de sorprenderme.
- Si tú supieras... –llegó a decir ella desde la cama.
- Ahora, Bruno, hija mía –los abrazó en el marco de la puerta– acompañadme al salón mientras mi esposa termina de vestirse. Antes de que venga el doctor Gerard, debemos concretar muchos aspectos de vuestra relación y celebrar la nueva actividad del taller.
- ¿A qué actividad te refieres, papá?
- Ahora te lo cuento, cariño –y la besó– Por cierto, ¿qué día es hoy?
- Diez de octubre, ¿por qué lo dices?
- ¡Diez de octubre! –exclamó Martín– El décimo día del décimo mes –Todos lo miraron sin comprender su razonamiento– Estaba pensando que este día puede ser uno de los más felices de nuestra vida.
- ¿Y qué has pensado, papá?
- Para recordar esta fecha –respondió– cuando presentemos los nuevos relojes de bolsillo en la feria de Fráncfort, colocaré las manecillas a las diez y diez; de esa forma, siempre recordaremos este día.
- ¿Por qué guardas estas llaves debajo de la almohada?
Bruno la miró extrañado, enseñando el par de llaves que había descubierto; no esperaba encontrar algo tan oxidado escondido en la cama del matrimonio, pero ella no le dio excesiva importancia, se limitó a encoger los hombros y a mirar el cuerpo del joven, desnudo sobre la cama.
- Que por qué... –No pudo terminar la frase.
- Déjalas ahí Bruno –respondió– Son cosas de mi marido. No las toques.
- Como quieras, amore, pero ¿qué hace con unas llaves de hierro debajo de su almohada?
Isabelle continuó mirando el cuerpo del lombardo sin comprender muy bien a qué venía tanta curiosidad.
- ¡Isabelle! Te estoy hablando...
- Lo sé, Bruno; ya te oí la primera vez –le contestó– Sólo son dos viejas llaves del taller que tuvimos hace años junto al lago. Nada más.
- ¿Y duerme así cada noche?
- ¡Bruno! –Se le agotaba la paciencia– Son cosas de mi marido. ¿De acuerdo?
- ¡Capito! –El joven no esperaba aquella reacción de Isabelle y no supo ocultar su enfado. Se incorporó en la cama y buscó la ropa para vestirse.
- Está bien... –claudicó, temerosa de disgustar al joven por culpa de unas llaves herrumbrosas que tampoco significaban nada para ella– Pero te vas a sentir defraudado...
- Da igual... ¿Por qué?
- Martín está convencido de que san Pedro le ayudará a encontrar la idea para algún invento, algo prodigioso, como él dice, si apoya la cabeza sobre las llaves.
Bruno estaba entusiasmado.
- ¿Al-go-pro-di-gio-so? –repitió con respeto, como si invocara al santo al pronunciar cada palabra– ¿Y qué espera inventar tu esposo? –preguntó bajando la voz.
- ¡Ay, Bruno! ¿Es necesario que tengamos ahora tanta charla? –El lombardo volvió a sentirse ofendido y, de nuevo, le dio la espalda en la cama. Cuando se enfadaba de aquel modo, Isabelle tenía que reprimir las ganas de rodearlo con los brazos y comerle entero a besos– ¡Bruno, no te enfades! Es que no me parece que sea el momento más adecuado para comentar las manías de mi marido. ¿No crees? –y lo besó con suavidad en la nuca.
- Bien, pero...
El portazo retumbó en toda la casa como sonaba cuando llegaba...
- ¡Mi marido!
- ¡Porca miseria! ¿No dijiste que nunca llegaba antes del mediodía?
- Estoy tan extrañada como tú.
- ¿Y qué hago? ¡Santa Madonna! ¡Isabelle, estoy desnuto en la tua alcoba! –gritó gesticulando con las manos.
- ¡Pues métete debajo de la cama!
- ¿Así?
Isabelle lo miró con irritación.
- Puedes vestirte tranquilamente y darle a mi marido explicaciones con el jubón a medio poner o esconderte ahora mismo debajo de la cama. Tú eliges –Ante su sorpresa, Bruno aún tuvo un momento de indecisión para plantearse cuál era la opción más adecuada– ¡Vamos, alma cándida!
El lombardo recogió su ropa a toda prisa formando un hatillo desordenado que escondió, a su lado, bajo la cama del matrimonio. Martín subió la escalera a grandes zancadas, abriendo de golpe la puerta del dormitorio; Isabelle sólo tuvo tiempo de disimular la inconveniencia de la escena fingiendo algo de tos.
- ¿Cariño? ¿Cómo es que aún permaneces acostada?
- ¡Ay, Martín! –tosió– No creas que me encuentro nada bien.
- ¡Cómo lo lamento, querida! ¿Quieres que Frau Helga te prepare algo? ¿Una tisana? ¿Un consomé?
- No, Martín. No te preocupes –volvió a toser– Creo que anoche cogí algo de frío en casa de tus padres; pero con un día en la cama, arropada y tranquila, seguro que mañana me encontraré mucho mejor. ¿Y tú? ¿Cómo no estás en el taller? –mientras su mujer le mentía con la farsa del resfriado, su esposo no paró de dar vueltas entorno a la cama– Por lo que más quieras, Martín, me levantas dolor de cabeza; deja de dar vueltas por la alcoba.
- Lo siento, cariño. Es que... Ha ocurrido algo maravilloso. ¡Algo que sólo puedo adjudicar a la intervención del propio san Pedro!
- ¿A qué te refieres?
- ¡Y te reías de las llaves de mi almohada!
- Martín, ¿quieres decirme qué ha ocurrido?
- Esta mañana fui a casa de Herr Hoffman, el mercader de paños...
- Sí, lo conozco; su mujer canta en el coro de La Chapelle. Desafina, pero como su familia tiene tanto dinero se lo consienten. Pobre mojigata, si ella supiera que su hijo...
- ¡Isabelle! –le recriminó su marido.
- Bien, lo siento. No seas tan suspicaz. ¿Qué te dijo Herr Hoffman?
- Que un cerrajero de Núremberg ha inventado un pequeño muelle que sustituye a las pesas como fuente de energía de los relojes. ¿Sabes lo que esto supone?
- Con franqueza: no –y fue sincera– Pero imagino que será importante.
- Es... es... –su marido no encontraba las palabras adecuadas– ¡Un auténtico milagro!
- ¡Martín! –le riñó Isabelle, bromeando– Luego dices que modere mi lenguaje y tú hablas de milagros tan a la ligera. ¿Quieres arder en una pira acusado de herejía por los calvinistas?
- ¡Uy, déjate de bromas! ¿Sabes lo que vamos a poder fabricar con ese muelle? –ella lo negó con la cabeza– ¡Relojes de bolsillo...!
- ¿Relojes de bolsillo? –repitió sin comprenderle.
- Sí –Martín estaba exultante– ¿Te imaginas? Se acabaron los relojes de arena y los pesados mecanismos de contrapesas... ¡Ya no tendré que cerrar el taller!
Isabelle escuchó aquello e, inmediatamente, se incorporó en la cama como accionada por un resorte:
- ¿Cerrar el taller? ¿Has dicho algo de cerrar el taller? –Su marido había cometido una terrible indiscreción. Desde hacía meses, el pequeño taller de orfebrería atravesaba serias dificultades, por culpa de la situación religiosa que afectaba a todas las actividades comerciales de Ginebra. Había preferido no asustar a su mujer, pero se le escapó– ¿Cuándo pensabas decírmelo?
- Sí, bueno –reconoció– Esa era otra de las noticias que tenía pendiente –Y se golpeó la frente con la palma de la mano– ¡Qué cabeza tengo!
- ¿Y por qué van tan mal las cosas?
- Calvino ha prohibido que realicemos algunos trabajos en los talleres artesanos: cálices, cruces, instrumentos litúrgicos...
- Pero... ¡si vivimos precisamente de eso!– Isabelle estaba aterrada: si el taller dejaba de engarzar aquellas piezas, la clientela que llegaba a su pequeño establecimiento desde otros cantones, e incluso los que venían de Provenza, Saboya y Lombardía, se perderían irremediablemente –¿Y de qué vamos a vivir?– La sucesión de imágenes se hizo terriblemente nítida: despedir al servicio, vender la casa, mudarse con los suegros, perder a los amigos, las fiestas, la dote de su hija… Bruno...
- De los relojes de bolsillo –afirmó su marido con rotundidad.
- ¿De qué? –Isabelle no pudo disimular su tono de incredulidad.
- Confía en mi, cariño. Te aseguro que saldremos adelante si convenzo a mi padre para que el taller se especialice en esos pequeños relojes. Dentro de muy poco tiempo, toda Europa se acercará a nuestro local de Ginebra a comprarlos y –la besó en la frente– podrás seguir con tu vida, como siempre. Ya verás –le dijo lleno de confianza mientras caminaba hacia la puerta– saldremos adelante y, si todo resulta como tengo planeado, el próximo mes de mayo iremos a la feria de Fráncfort con los primeros modelos.
- ¿Te vas ya? –preguntó su mujer entre accesos de tos.
- Sí, ¿necesitabas algo? Iba a hablar con la niña de su joven prometido.
Isabelle volvió a perder el color.
- ¿Qué prometido?
- ¡Cómo! –se sorprendió– ¿No sabes nada?
- No sé de qué me hablas, Martín.
- Pensaba que entre madre e hija no guardaríais ese tipo de secretos, por eso no me extrañó enterarme por terceros.
- Te lo aseguro –y era sincera– No sé de qué me estás hablando. ¿A qué viene eso de que María tiene un pretendiente?
- Seguro que lo sabes desde hace tiempo –ella volvió a negarlo con la cabeza– Pero sé que lo haces con buena intención, para no dañar mi orgullo masculino. ¡Cómo sois las mujeres!
- ¡Martin!
- Está bien: desde hace varios meses, cuando el criado de Herr Hoffman acudía a su trabajo veía a un joven rondando nuestra casa –La expresión de Isabelle se convirtió en auténtico pavor– No te preocupes, cariño, no ocurre nada malo. Por lo visto, se trata de un comerciante de Lombardía llamado Bruno Sparza –ya sabes más que yo, pensó su mujer– que, al parecer, visita en secreto a nuestra hija desde hace más de cuatro meses –Martín se asustó al ver el rostro de su mujer completamente pálido– Cada vez estás peor. ¿Quieres que llame al doctor Gerard?
- Sí, será lo mejor. Ve a buscarlo. Creo que mientras tanto volveré a acostarme.
- No tardaré.
Cuando su esposo salió del dormitorio alejándose por el pasillo hacia las escaleras, Isabelle se aferró a la colcha con las dos manos, apretando con todas sus fuerzas hasta que sintió dolor en los nudillos.
- ¡Sal ahora mismo de ahí abajo! –le gritó a Bruno tan bajito que casi no pudo ni oirlo– Maldito lombardo. ¿Qué hay de cierto en lo que has escuchado?
Bruno fue saliendo de su escondite mientras se ajustaba el jubón y se ceñía las calzas.
- Todo tiene una explicación, madame.
- ¿Madame? ¿Hace un instante me besabas el cuello y ahora ya soy madame? ¿Qué será lo próximo que me llames: mamá?
- Aspeta, amore. Aguarda... Déjame que te explique: Un día me descubrió al salir de tu alcoba y... ¡Porca miseria! ¡Qué iba a decirle!
- Nada, claro, te limitaste a sonreír y –Bruno arqueó las cejas y sonrió– ¡Maldito sea tu encanto! Termina de vestirte y acaba con esta burda pantomima. No quiero volver a verte más por esta casa y mucho menos que te acerques a mi hija.
El joven acabó de ajustarse la ropa y, sin decir nada más, se acercó a la puerta para marcharse– Lo lamento, Isabelle –cuando se encontró de frente con Martín y su hija que entraban en el dormitorio. Durante unos segundos, un breve e incómodo momento, todos se miraron sin decir palabra.
- ¡Bruno, amore! –reaccionó la joven María abrazándolo con ternura– Papá, este es mi prometido: Bruno Sparza, de Bérgamo –eso tampoco lo sabía, pensó Isabelle.
- Es un placer conoceros, moinseur Cartier –lo saludó inclinando su cabeza con cortesía– Su esposa y su hija me han hablado maravillas de usted y de su magnífico trabajo en el taller de orfebrería. Le aseguro que en mi tierra sus delicadas piezas son muy apreciadas por la nobleza de Milán.
- ¡Ah, sí! –se sorprendió Martín, respondiendo al saludo con otra leve inclinación– En fin, yo también me alegro de conoceros, joven; aunque me sorprenda encontraros en mi propia alcoba.
- Fui yo, papá –intervino María– Mamá y yo queríamos darte una sorpresa.
- Y lo habéis logrado, creedme. Y tú, Isabelle –señaló a su mujer que, desde la cama, seguía la escena con incredulidad– Lo sabías todo y aún así has conseguido mantener en secreto la relación de nuestra hija con este joven. Nunca dejarás de sorprenderme.
- Si tú supieras... –llegó a decir ella desde la cama.
- Ahora, Bruno, hija mía –los abrazó en el marco de la puerta– acompañadme al salón mientras mi esposa termina de vestirse. Antes de que venga el doctor Gerard, debemos concretar muchos aspectos de vuestra relación y celebrar la nueva actividad del taller.
- ¿A qué actividad te refieres, papá?
- Ahora te lo cuento, cariño –y la besó– Por cierto, ¿qué día es hoy?
- Diez de octubre, ¿por qué lo dices?
- ¡Diez de octubre! –exclamó Martín– El décimo día del décimo mes –Todos lo miraron sin comprender su razonamiento– Estaba pensando que este día puede ser uno de los más felices de nuestra vida.
- ¿Y qué has pensado, papá?
- Para recordar esta fecha –respondió– cuando presentemos los nuevos relojes de bolsillo en la feria de Fráncfort, colocaré las manecillas a las diez y diez; de esa forma, siempre recordaremos este día.
Y así fue. En la primavera de 1554 Martín Cartier presentó los primeros modelos de sus relojes de bolsillo en la Feria de Fráncfort y, en muy poco tiempo, los pedidos le llegaron desde todos los rincones de la vieja Europa, salvando la producción de su taller e iniciando una actividad que daría fama mundial a su ciudad; María y Bruno se casaron en la catedral de Ginebra y, más tarde, se trasladaron a vivir a Milán, donde abrieron una pequeña relojería; Isabelle no tardó en olvidar a su joven yerno gracias a un militar prusiano, Hans, de paso por la ciudad y, finalmente, san Pedro se convirtió en el patrono de los relojeros.
Desde el siglo XVI, aún se conserva la costumbre de que los relojes que se presenten al público señalen aquella hora exacta; por eso, cuando veas el anuncio de algún reloj -de cualquier marca- las manecillas de su esfera siempre estarán señalando las diez y diez; por un diez de octubre.
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