En la capital de la Toscana (Italia), junto a la histórica
ciudad señorial y burguesa de palacios y grandes monumentos, siempre existió otra
Florencia de callejuelas tranquilas, alejadas de la nobleza, donde la gente llevaba
una vida más sencilla y humilde en la margen izquierda del río Arno. Aquella zona
periférica se llamaba Oltrarno y su centro era una gran plaza rectangular
dedicada a la Virgen del Carmen donde, en el siglo XIII, se levantó la pequeña
iglesia del Carmine. En una de sus
naves laterales, el rico comerciante de sedas, Felice Brancacci, contrató a un joven artista
para que le decorase su capilla familiar. Se llamaba Tomasso di Ser Giovanni di
Mone (1401-1428), más conocido –despectivamente– por el apodo de Masaccio,
un juego de palabras a partir de su nombre, Tomasaccio,
que en castellano y muy libremente podría traducirse como Tomasucio, porque el desaliñado pintor descuidaba su higiene
personal al evadirse con el arte. Una de sus más conocidas creaciones fue la escena apaisajada de El tributo, donde un mismo escenario muestra al espectador una curiosa composición que solo puede calificarse como vanguardista para el siglo XV, al
recrear tres acciones que se desarrollan en tiempos distintos: el encuentro de Jesucristo y san Pedro con un recaudador de impuestos. La historia de aquella obra de arte y la extraña muerte -¿envenenado?- del Masaccio, son el argumento de la sección ContabilizARTE que he escrito para el número 47 de CONT4BL3.
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