En 1801, el escultor Thomas Banks (1735-1805) y los pintores Richard Cosway (1742-1821) y Benjamin West (1738-1820) –que, por aquel entonces, presidía la Royal Academy of Arts de Londres– comenzaron a debatir sobre la forma en que se representaba la crucifixión de Jesucristo en las Bellas Artes porque, en su opinión, la iconografía clásica no había sabido plasmar la muerte del Nazareno en la cruz, desde un punto de vista anatómico. El origen de la habitual disposición de la figura del Salvador que se mostraba erguido, crucificado con los brazos perpendiculares al cuerpo, en línea con el travesaño de madera horizontal –el patibulum– y formando un ángulo de prácticamente 180º, surgió en Bizancio y, en la época del emperador Constantino, se incorporó a la imaginería europea, convirtiéndose en uno de los motivos más recurrentes del arte cristiano hasta que, en la Edad Media, los pintores que escenificaron el calvario adoptaron una postura más natural, suavizando el ángulo formado por los brazos al inclinar las extremidades por el peso del cuerpo pero, aún así, Banks, Cosway y West estaban convencidos de que aquellas pinceladas no se habían ejecutado de acuerdo con unos cánones naturales. Tan solo necesitaban crucificar un cuerpo para poder demostrarlo. Así comienza esta curiosa historia real que he publicado en el número 25 de la revista Quadernos de Criminología.
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