La mañana del 21 de agosto de 1911, el cuadro más famoso de Leonardo da Vinci desapareció del Louvre sin dejar rastro.
Era lunes, el día en que, habitualmente, el museo permanecía cerrado por descanso del personal y, en principio, nadie pensó en un robo sino en el estudio que estaba preparando los nuevos catálogos y que, sin previo aviso, solía trasladar las obras para fotografiarlas buscando una mejor iluminación. Los nervios se desataron el martes cuando el museo abrió sus puertas y, en el Salón Carré, el hueco de la Joconde continuaba vacío. Intervino la policía, se llamó al famoso investigador Alphonse Bertillon para que buscase alguna pista en el lugar del crimen, tomaron las huellas dactilares de todos los empleados, destituyeron al director, sancionaron a los vigilantes, se cerraron las fronteras del país e incluso detuvieron al poeta Guillaume Apollinaire y al pintor malagueño Pablo Picasso como principales sospechosos, pero todo fue inútil, pasó el tiempo y, dos años después, se había perdido toda esperanza de volver a encontrarlo. En el número 26 de la revista científica Quadernos de Criminología he publicado un artículo sobre la historia de aquel robo que convirtió el retrato de Mona Lisa en un verdadero icono artístico y una de las obras cumbres de la pintura universal.
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