El 20 de septiembre de 1918, el director del Museo del Prado, el pintor José Villegas Cordero, denunció que, al realizar el inventario de las alhajas, faltaban dieciocho piezas del tesoro que Luis XIV de Francia regaló a su nieto, el rey Felipe V de España. Aquel delito pasó a la historia procesal española porque fue el primer caso famoso que se resolvió en nuestro país gracias al estudio de las huellas dactilares y al uso de fotografías (eran los primeros tiempos de la inspección ocular técnico-policial llevada a cabo por iniciativa del jefe de la brigada de investigación, el comisario Ramón Fernández Luna; considerado, por la prensa de su época, como el Sherlock Holmes español). El robo acabó teniendo una gran repercusión social porque, a pesar de la notable labor de investigación que desarrolló la Policía, nunca se recuperó toda la colección y la sentencia que absolvió a los detenidos provocó un aluvión de críticas por parte de diversos sectores –no solo políticos o periodísticos sino también en el círculo de intelectuales (de la talla de Valle-Inclán, Jacinto Benavente, Azorín o Pío Baroja)– de modo que el subdirector y el director del Museo tuvieron que presentar sus dimisiones al ponerse en evidencia las escasas medidas de seguridad del edificio.
Aquel juicio fue una comedia bufa e indignante –como criticó, indignado, el historiador Gaya Nuño– perfectamente demostrativa de que, para los Tribunales de justicia, no constituía delito menoscabar, de modo tan bárbaro el Tesoro Artístico Español. La historia de aquel suceso es el tema del artículo que he publicado en el número 36 de la revista Quadernos de Criminología que edita SECCIF y dirige Angélica Gutiérrez.
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