En 1811, después de que las Cortes se trasladaran a Cádiz desde la Isla de León, la aristocrática calle Ancha de la capital gaditana se convirtió en el corazón de España –como la definió Benito Pérez Galdós en uno de sus Episodios Nacionales– porque allí se conocían, antes que en ninguna parte (…) los proyectos legislativos, los decretos del Gobierno legítimo y las disposiciones del intruso (…) Conocíanse asimismo los cambios de empleados y el movimiento de aquella administración que, con su enorme balumba de consejos, secretarías, contadurías (…) se refugió en Cádiz de la invasión de las Andalucías. Lógicamente, aquella populosa vía acabó convirtiéndose en el epicentro del floreciente negocio de la edición, de forma que allí aparecieron –en palabras del célebre novelista y cronista canario– arrebatados de una a otra mano, los primeros números de aquellos periodiquitos tan inocentes, mariposas nacidas al tibio calor de la libertad de imprenta. Gracias al Real Decreto de 10 de noviembre de 1810 que estableció esa libertad –que, hoy en día, se correspondería con la libertad de expresión– y a la facultad prevista en el Art. 131.24ª de la Constitución de 1812, Cádiz se convirtió en la cuna del periodismo español. Este es el tema sobre el que escribo en el número 21 de la revista Timón laboral.
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