El 14 de febrero de 2005, el exprimer ministro libanés Rafiq Hariri y otras 21 personas –entre escoltas, colaboradores y transeúntes– murieron en una céntrica calle de Beirut, víctimas de un potente explosivo que estalló al paso de su vehículo blindado, causando heridas de diverso pronóstico a más de dos centenares de personas. Dos meses más tarde, el 7 de abril, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó la resolución 1595 (2005) para condenar aquel acto de terrorismo y establecer una comisión internacional independiente de investigación, en el Líbano, que ayudara a las autoridades de este país a investigar todos los aspectos de este acto terrorista e incluso a identificar a sus autores, patrocinadores, organizaciones y cómplices; pero, finalmente, el 13 de diciembre de ese mismo año, el Gobierno libanés pidió a la ONU que estableciera un tribunal de carácter internacional para enjuiciar a todos los presuntos responsables de aquel atentando. Con arreglo a la resolución 1664 (2006) del Consejo de Seguridad, las Naciones Unidas y la República Libanesa negociaron un acuerdo sobre el establecimiento de un Tribunal Especial para el Líbano. El artículo que he publicado en el nº 40 de la revista Quadernos de Criminología analiza la singularidad de un órgano judicial que abrió una nueva etapa en la justicia penal internacional.
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